El balcón de la abuela.
Autora: Isabel A.
Curso: 6º B
Érase una vez, unas hermanas ovetenses que
visitaban a su abuela cada domingo. Se llamaban Lara y Rosa. Les encantaba ir a
su casa porque había muchos juguetes y porque era muy grande. Pero lo que más
les gustaba era el balcón. Tenía barrotes en vertical de color rosa. Desde allí
se veía toda la ciudad.
Un día, jugando con Rosa, Lara metió la cabeza y las
piernas entre los barrotes. Cuando iba a sacar la cabeza, no pudo. Lara empezó
a llorar y su abuela acudió a ayudarla. Ella tampoco lo logró. Llamaron al 112.
Poco después llegaron los bomberos e intentaron por tercera vez sacar del
balcón a la pobre Lara. No lo consiguieron. Sólo la podían sacar rompiendo los
barrotes. Se lo comentaron a la abuela y ésta aceptó. Al fin, consiguieron su
objetivo, pero las dos hermanas estaban tristes porque habían destrozado el
balcón que tanto les gustaba. Rosa tenía moratones por detrás de las orejas,
aunque a ella le daba igual. En ese momento, lo único que le importaba era el
balcón: lo quería tal y como era. Tal y como había sido siempre.
Pero en la casa de la abuela había gastos más importantes
y el dinero no llegaba para todo. Así pues, las dos hermanas crecieron y el
balcón seguía roto.
Decidieron dedicarse a la carpintería y al bricolaje para
poder reparar el balcón que tanta diversión les había dado de pequeñas. Una vez
terminados sus estudios, Lara y Rosa formaron una empresa de rehabilitación de
casas.
Desde ese día pudieron cumplir su mayor deseo. Lara y
Rosa encontraron su vocación y fueron las mejores carpinteras del mundo.
La mudanza.
Autora: Alba I.
Curso: 6º B
Pensaba que iba a ser una mudanza normal,
como las seis que hemos hecho por culpa del trabajo de mi padre, pero no lo fue. Me bajé del coche en Avilés, una de las
ciudades de Asturias, con el olor del mar pasándome rápido por la nariz y los
ladridos de unos perros que se hallaban
atados a una farola. Pero en ese momento, mi única preocupación era si iba a hacer
amigos en el nuevo colegio.
Al día siguiente, tuve la grandísima suerte
de que ese día en el colegio, íbamos a
la playa de excursión, y aproveché el
camino hacia allí para encontrar amistades, pero no fue uno de mis mejores momentos.
Una vez allí, todos nos vestimos y yo seguía
sin tener compañía. Me fije en una esquina del vestuario, y vi a una niña
arrodillada. Me acerqué y me enteré de que ella se llamaba Jessica, y que
también estaba sola. No tardamos nada en hacernos amigas.
Nos bañamos juntas, y después ella me propuso
enterrarla en la arena. Un tiempo después, Jessica ya estaba enterrada hasta el
cuello y llegó la hora de irnos. Yo me apresuré para desenterrar a Jessica lo
antes posible, pero ella no quiso, no sé por qué.
En un momento me enteré de que ella no venía
con nuestra clase, pero no veía ningún adulto que podría estar con ella. Me
tuve que despedir después del grito de la profesora, y dejarla enterrada.
Al día siguiente, salió en las noticias que
en esa misma playa había subido la marea hasta rebasar el paseo, y yo no pude
quitarme a Jessica de la cabeza, ni dejar de pensar qué podría haberle pasado.
En unos tres meses le dieron un nuevo destino
a mi padre, esta vez en Sevilla. No la volví a ver y siempre, siempre, me hacía
la misma pregunta: ¿para qué suben las mareas?
Fue mi única mejor amiga.